Si, ya se, no respete los colores tradicionales, pero era necesario. Les recomiendo leer lo que sigue mientras escuchan Lost in Space o The Scarecrow, ambos de Avantasia, de acuerdo a que tan rápido lean. Yo lo hice mientras lo releía, quedó interesante.
Sentado bajo un árbol, a la orilla del rio, la mirada concentrada en el tablero. Este parecía ser un juego de ajedrez, pero era infinitamente más complejo. No era capaz de decir sin en todo aquel tiempo que llevaba jugando había disputado una sola partida o varias.
Pero no, no estoy narrando la historia como corresponde. Debería empezar por el principio.
Debo decir entonces que hace diecinueve años fui coronado rey de este mundo. Durante mi reinado estas tierras han visto tiempos difíciles, pero siempre hemos logrado sobrellevarlos. Ahora bien, el comienzo de esta historia se remonta a algunos años atrás, o tal vez, el problema existió desde siempre y yo solo lo entendí por aquel entonces. Poco importa, la cuestión es que mi reino está sumido en la oscuridad. No una oscuridad impenetrable y desesperanzadora, tangible, sino más bien la oscuridad que no es más que la falta de una luz intensa que se anime a espantarla, aquella que reina en la hora que precede al alba.
No, definitivamente no nací para narrar historias. No creo estar explicándome con claridad. Haré lo que pueda de acá en más. Prosigo: tan pronto como descubrí el mal que se extendía por mi querido mundo, supe también cual era la solución. Los profetas de mi corte extendieron su veredicto: debía encontrar una joya digna de mi reino (nada supieron detallar de su naturaleza), y cuando esta brillase altiva, engarzada en mi cetro, las sombras perecerían.
Finalmente, una noche se me reveló en sueños que una esmeralda soberbia era custodiada celosamente en una fortaleza en el inhóspito Norte, el anhelado Norte. Hacía allí conduje mi ejército, hasta el extremo septentrional del mundo conocido.
Los reportes de mis exploradores afirmaban que el reducto era pequeño, pero extremadamente bien defendido. Al llegar comprobé que estaban equivocados: la plaza era prácticamente inexpugnable. Decidí no obstante asaltarla, pero no siendo un hábil general, mis órdenes fueron dubitativas, nuestros ataques timoratos. Nuestra falta de ímpetu, sin embargo, fue un factor a nuestro favor: demoramos nuestra inevitable derrota, y el asedio, que a ojos de muchos se prolongó por una eternidad, se mantuvo en pie por espacio de dos años. No hubo grandes batallas ni enfrentamientos frontales.
Súbitamente, decidió intentar un lance arriesgado, y movió rápidamente su alfil, que, orgullosamente erguido, amenazó el flanco rival. La siguiente movida de su rival le demostró que había sido un error. Jaque.
A duras penas mis tropas me salvaron del desastre, y me transportaron, herido de muchas heridas, hasta nuestro campamento en el norte. Allí, mientras sanaba lentamente, comandé una vez más el eterno ataque sin alma, y decidí que el poblado traicionero debía ser condenado al olvido.
Eventualmente, el día inexorable de nuestra derrota llegó, y ordené la retirada a quienes aún sobrevivían. No les reproché que festejaran.
Algunos meses después, fueron llegando a mis oídos crecientes rumores de la posible existencia de una alhaja exquisita, en una ciudad aliada del Oeste. Irónicamente, esa misma ciudad había enviado mensajeros, mientras aquella nefasta excursión al poblado traicionero, expresando que deseaban ser parte de mi Imperio. Ocupado (y herido, luego) como lo estaba, no fui capaz de dar una respuesta positiva, y menos aún de hacerme presente en la ciudad para tomar posesión, como se esperaba de mí.
Permanecieron como aliados nuestros, pero al llegar a sus puertas, pretendiendo ahora sí reclamarla para mi Corona, entendí que la oferta ya no estaba en pie. Sintiéndose despreciados, habían buscado la protección de otros feudos. A los pies de la muralla acampaban las huestes de un joven general, que aunque lejos se encontraba de estar a mi altura, era un obstáculo más a la hora de batallar.
Resuelto esta vez sí a combatir con decisión, formé mi ejército de réplicas de mí mismo. Mis hombres (no tan numerosos como antes pero más experimentados y curtidos) contemplaban la ciudad con orgullo y codicia mientras pasaba revista de mis filas. Desplegué todo mi arsenal de hechizos y colores, y a la cabeza de mis batallones comandé la gran batalla.
En un primer momento, pareció que la celosa defensa de las fuerzas del joven general prevalecería. Pero pronto el cerco de puntiagudas lanzas fue quebrado, y mis guerreros aplastaron las filas del pobre imbécil.
La balanza se inclinaba en apariencia a nuestro favor, y por primera vez la victoria se mostraba cercana. Las olas de la batalla me empujaron contra las puertas. Creí ser capaz de proyectarlas al olvido con un potente hechizo, y demasiado pronto revelé mi secreto más protegido.
Yací malherido perdiendo noción del tiempo. Días, tal vez semanas, se sucedieron sin que pudiese moverme. Cuando pude levantarme al fin, me alejé rengueando cabizbajo de aquel lugar. En una fugaz visión, había entendido que los rumores eran infundados.
Pronto entendí también que de alguna manera la violenta magia había afectado mis ojos. No percibía las cosas como antes y me costaba apreciar lo bello, como si un velo nublase mi visión.
Cuando aún no estábamos a tiro de piedra de las murallas, a través de las arboles vi una suave luz, a través de una ventana de la torre.
Solo él supo siempre de donde provenía. Aquella noche de domingo la vio caer en silencio desde el firmamento. Difícil es decir como reparó en su caída, tan discreta y elegante como fue.
Al tocar tierra sus ojos lo encontraron, y con una sonrisa única pareció invitarlo a seguirla. Intentó con todas sus fuerzas rechazar esa invitación. La sensatez le decía que era peligroso aceptar.
Vanos, vanos en verdad fueron sus esfuerzos. Una fuerza abrumadoramente más poderosa que su voluntad parecía arrastrarlo hacia ella, y debió contentarse con refrenar sus pasos, tratar de avanzar con prudencia.
Acampamos bajo el refugio de los últimos arboles del bosque. Algo en esa ciudadela despertaba mi curiosidad, y decidí que aquel sería tan buen lugar como cualquier otro para recuperar mis fuerzas y esperar novedades. Con ese último fin envié espías a todos los puntos cardinales.
Esperé algunas semanas su regreso, y mientras tanto fui conociendo los secretos de aquella plaza. Supe pronto que estaba gobernada por una bellísima dama, a quien solo veía cuando salía a saludar, una o dos veces, cada fase de la luna. Cada vez que lo hacía sentía por ella una simpatía mayor.
Mientras recorrían ese tramo del camino el aún creía ser capaz de contener la fuerza que le arrastraba, y pensaba también que la razón de su travesía se encontraba en la mera curiosidad. Ella, a veces cercana, a veces distante, caminaba ingrávida, libre de preocupaciones, casi ajena a lo que la rodeaba. Cuando ocasionalmente se daba vuelta y lo veía, parecía sorprenderse, y lo alentaba a seguirla con esa sonrisa sin par, obligándolo, inconscientemente, a apresurar el paso.
También pronto entendí que emisarios de varios reinos menores subordinados al mío intentaban por subterfugios persuadir a la Dama, buscando controlar sus dominios. Si bien esa línea de conducta no me agradó, no podía oponerme a quienes eran mis aliados.
El paisaje fue cambiando bajo sus pies, y descubrió que sin darse cuenta, escalaban ahora una admirable montaña. Grande fue su sorpresa al escucharse a sí mismo cantando, cantando a la belleza del objeto de su persecución. Ya por aquel entonces no lograba olvidarse de su empresa ni siquiera por las noches y el recuerdo de su sonrisa se hacía presente a todas horas. También por aquel entonces entendió que la presencia de la negra bandada lo irritaba, y apretó aún más el paso, dispuesto a ahuyentarlos.
Lenta y gradualmente el relieve fue cambiando una vez más y ante ellos se fue presentando un bosque espinoso, cubierto por un velo espeso de niebla. Allí ella se detuvo por fin, los ojos de él parecieron abrirse, y pudo contemplarla, admirarla en todo su esplendor por vez primera. Vestía su color preferido, erguida con el porte de una hija de reyes. Ninguna joya del mundo puede compararse con el brillo de una estrella, y aún consciente de su falta de originalidad, se dijo a sí mismo que de la misma manera ni el oro más fino que se conozca podía compararse con el de sus cabellos. Sus ojos refulgían destellos de azul regocijo, y él descubrió que ninguna palabra le podría hacer justicia a su deslumbrante sonrisa.
Se supo perdido. Ignorarla ya no era opción, sabía que estaba condenado a no poder olvidarla.
Mis legiones se formaron en silencio. Sin romper ese silencio se arrojaron con valentía contra las murallas de la ciudadela. Con desesperación, contemplé como se estrellaban como una ola furiosa contra un precipicio rocoso, sin hacerle daño alguno. Mis filas fueron destrozadas, era el final antes del verdadero principio.
Desperté agitado, aún al pie de aquel árbol. Había sido una advertencia: el ataque frontal, al menos por ahora, era inútil. Sería una batalla difícil y delicada, un mínimo error podía ser fatal. Sin embargo, las derrotas vergonzosas del pasado no habían sido estériles. Soy ahora un general más sabio y astuto.
Comandé que las tropas permaneciesen ocultas en el bosque circundante. Estableceríamos un sitio paciente, al amparo de los arboles, y realizaríamos pequeñas y calculadas excursiones buscando desgastar las defensas, y recordar nuestra presencia a los defensores, sembrando la duda en sus corazones.
Se vio tentado a reclamarla para sí, a lograr que su luz fuese suya y de nadie más. Nadie la apreciará como él, se decía a sí mismo. Pero el sentido común le decía otra cosa, lo atosigaba con interrogantes. ¿Se puede impedir que una estrella sea contemplada por muchos, aunque no la admiren como uno? ¿Es legítimo que alguien se adueñe de su brillo?
“¡Por supuesto que es legítimo!”, respondía su lado egoísta. “¡Yo la vi primero, solo yo entiendo su verdadero valor!” “Y aún así… ¿te está permitido? ¿Vale que te distraigas persiguiéndola, a pesar de tus responsabilidades?”. Llegado a este punto, su costado insensato permanecía en silencio.
“¡La merezco más que nadie!”, exclamaba luego, a falta de una mejor respuesta. “¿Existe hombre alguno que merezca el favor de una estrella? ¿No deberías olvidarla?” Y así, en esas líneas, el dialogo se iba eternizando, repitiéndose una y otra vez los mismos argumentos.
Sufrió en silencio mientras su mirada permanecía fija en ella, la incertidumbre desgastándolo de a poco.
Preparó para un nuevo ataque a todas sus fuerzas. En su mente aguda imaginó las siguientes movidas: involucraría todos sus recursos en el ataque, sin descuidar la defensa; en lugar de concentrarse ciegamente en la Reina rival iría enfocándose una por una en las fichas que la defendían; y solo cuando el golpe final fuese inminente arriesgaría a su Rey. Imaginaba detalladamente los movimientos a efectuar.
En cuanto al final de esta historia, solo puedo imaginarlo. Tal vez sea derrotado sin siquiera intentar el asalto final. Tal vez ese asalto sea innecesario, y la ciudadela nos franquee el paso de buen grado. El desenlace que más imagino, sin embargo, es uno solo. Mis hombres y yo, una vez que el desgaste allá tenido efecto, atacaremos con bravía y lucharemos con ardor, las murallas no podrán detenernos, y al pie de la torre encontraré, sonriente, lo que busqué tanto tiempo.
No puedo predecir el final de la batalla, no, pero sí estoy seguro que si triunfo demostraré que los profetas estaban equivocados. Ella, la blanca Dama, princesa del Oeste, destruirá la tristeza que nace de un trono vacio, y con Ella a mi lado como reina de mi mundo, las tinieblas desaparecerán en el olvido.