viernes, marzo 20, 2009

Regreso del Reino de la Apatía

No sabría explicar a ciencia cierta cómo fue que sucedió. Supongo que su ausencia me hizo perder el poco criterio que poseía. Sí, creo que esa fue la razón. Sea como sea, la cuestión es que buscándola, anhelando su presencia, abandoné mi mundo conocido y habiendo recorrido sendas ignotas me encontré a mi mismo perdido en las tierras de la Apatía.

El nombre de aquél lugar había sido siempre para mí un eco lejano, irreal, de pesadillas indescriptibles. Se decía que solo una ínfima proporción de aquellos que se perdían en ese sitio espantoso regresaban alguna vez a sus hogares, y aquellos que lograban hacerlo lo hacían en un estado penoso e irreversible: la desidia los dominaba por completo, carecían de interés alguno por la vida y las cosas de este mundo, y vivían encerrados, perdidos, ya no en aquellas tierras del olvido sino en los recónditos abismos de su propia mente. La muerte era una y mil veces más deseable.

Todos estos recuerdos acudieron prontos a mi mente cuando entendí donde me hallaba. Aún hoy, sin embargo, escapa a mi entendimiento cómo llegue hasta allí, y el recuerdo del camino elude mi memoria.

Ante aquél panorama aterrador que se me presentaba debería haber sentido un susto de muerte, o al menos lo lógico hubiese sido intentar huir lo más raudo posible. Sin embargo, la naturaleza de ese reino anulaba todo sentimiento, lo amortiguaba, acallándolo impiadosamente, y mi propio destino me tenía indiferente. Ignoro cuanto tiempo deambulé sin rumbo por esos parajes desolados, habiendo perdido muy prontamente la esperanza o voluntad de regresar alguna vez.

Sin embargo, súbitamente, su imagen, su recuerdo acudió una vez más (como tantas otras) a mi mente, y entendí que debía regresar. Entenderlo fue sencillo, plasmar ese entendimiento en hechos, no.

No narraré el horror de aquella odisea, el mayor esfuerzo que jamás he realizado. No, no quiero recordar. Nunca me recuperaré por completo del tormento que sufrí, aunque al volver finalmente maltrecho y agobiado a mi hogar, supe que había valido la pena; no porque me importase en demasía el hecho concreto de haber vuelto, sino porque solamente al regresar tomé plena consciencia del horror del que me había salvado por los pelos.

Fui recibido con gran gozo y algarabía; mi hazaña, impulsada meramente por la imagen de a quien yo amaba, era difícil de creer (yo mismo era incapaz de entenderla), nadie jamás había logrado regresar sin perder la cordura. Y aún así, mi ánimo no se condecía con la jovialidad de quienes me rodeaban. Solo deseaba saber de ella, encontrarla.

Así, sin prestarles demasiada atención, por ella pregunté. Me respondieron que había partido hacía poco tiempo, nadie supo decirme adonde, nadie supo responder mis desesperadas súplicas por información. Aún en mi estado lamentable, sin haberme recuperado de mi larga odisea, partí una vez más sin demorarme, para asombro de todos.

La busqué por cielo y tierra, durante largas jornadas, sin ideas claras de cómo proceder, sin rumbos concretos. Cuando empezaba a perder la esperanza, mis pasos me llevaron nuevamente hacia la frontera de las malditas tierras de la Apatía. Me frené en seco, no deseando dar un solo paso más, y contemplé el horizonte. El espanto me invadió: en lontananza pude ver con claridad su silueta. No había duda alguna de su identidad.

Olvidando toda preocupación por mí mismo, acudí veloz a su encuentro. Cuando llegué a su lado, al verla, quedé paralizado, como si hubiese recibido un violento golpe. Comprendí, lleno de pavor, que había llegado tarde: la abulia había triunfado en ella.

Hice lo único que podía hacer. Luego, con los ojos secos, me alejé, no sin antes contemplar por última vez su exquisito cadáver, aquel del que manaba abundante la misma sangre carmesí que brillaba en mi acero.